Hoy: Arroz con leche.
Arroz con leche,
me quiero casar,
con una señorita de San Nicolás,
que sepa coser,
que sepa bordar,
que sepa abrir la puerta
para ir a jugar.
(Rima infantil popular)
Toda vez que mi abuelita me veía atribulado por penas y amores difíciles, solía decirme: "Cuando el corazón duele, no tiene por qué padecer el estómago por pura solidaridad, Andresito".
Y acto seguido procedía a prepararme un arroz con leche. Jamás conseguí que me explicara con pelos y señales la receta de su mejor creación, ese secreto se fue con ella y el mundo es un lugar más inhóspito desde entonces.
Sin embargo, luego de innumerables pruebas (algunas francamente in-co-mi-bles, todo ha de ser dicho) llegué a una suerte de procedimiento bastante eficaz, que si bien no alcanza los cánones de perfección de mi abuelita, resulta en un postre rico, sencillo y económico. (Son tiempos de crisis, señoras, todo maravedí sobrante ha de ir a las arcas del obispo... las Cruzadas, ya saben).
Bien, respetables damas, es momento de dejar la telenovela (quiero decir, el bordado y el romancero castizo de la gesta de Sir Giles) y poner manos a la obra. Cubran sus sedas, encajes y satenes con un práctico delantal de almidonado lino (pueden pedirlo a la cocinera del castillo, cuando bajen a sus dominios) y echen a cocer media taza de arroz en cuatro tazas de leche (común, no descremada, no es momento de pensar en dietas), junto con un tercio de taza de azúcar. Si les gusta, agreguen desde el principio una cáscara de naranja o limón, para ofrendar a la honesta simplicidad del arroz el perfume sinuoso y seductor de los harenes de Granada.
He escuchado rumores de que mi bella vive prisionera en su torre, desgranando las cuentas de su rosario y llorando la pena de un amor imposible... también he escuchado otros rumores que involucran el recuento de mucho cereal, pero eso ha de ser pura invención de vasallos de manos ociosas y mente desocupada. Ya me dispersé... volvamos a la receta, que ya ha de estar tierno el arroz.
Entonces ahora han de batir con esmero tres yemas, junto con otro tercio de taza de azúcar y 1 cucharadita de esencia de vainilla, hasta que su color mude a la palidez dorada y tentadora del velo que llevaba mi princesa la primera vez que la vi. Ah, su piel inmaculada, allí donde van a morir todos mis besos; la dulzura en el gesto y la mirada, la cintura de breve sortilegio... se quema el arroz, volvamos señoras, ¿en qué están pensando?
Se ha de agregar con cuidado y lentitud la mezcla caliente al batido de yemas, y cuando todo esté bien unido, volver la mezcla al fuego y sin dejar de revolver cocinar dos minutos más, para que espese un poco sin llegar a recocinar el huevo. Este es el paso crítico, y aquí fue donde se produjeron mis tropezones más descollantes y admirables, incluida la vez en que lo cociné tanto que la cuchara quedó clavada en una mezcla dura que muy bien podría haber servido como argamasa para las dovelas del templo. Ni siquiera los famélicos galgos del castillo demostraron interés en hincar el diente en aquello.
Hay quienes simplemente espolvorean el arroz con leche con el polvillo del árbol de canela, que de ignotos lugares viaja durante meses en la henchida barriga de fragantes goletas para llegar a sus despensas. También estamos los que pensamos que ya que sobraron tres claras y no son tiempos para desperdiciar nada, no va mal batirlas con azúcar y depositar con mimo la nube virgen y esponjosa sobre el lecho suntuoso de arroz.
Oh, casi lo olvidaba. Antes de volcar el humeante arroz con leche en una fuente de bonita porcelana, no olviden retirar la cáscara de naranja, que ya habrá cumplido su sagrada misión. Sutil como el primer anhelo de pecado, el aroma de su esencia penetrará con cada bocado, y despertará fiebres y deseos prohibidos.
En mis correrías de caballero andante tropecé hace un tiempo con un oscuro monje (Nostra-algo se llamaba), que cada vez que se pasaba en el consumo de hidromiel -y créame, el hombre era una esponja- se entretenía augurando el fin del mundo con voz tonante y aguardentosa. No soy muy dado a creer en los parloteos enrevesados de borrachines de antros y tabernas, pero por las dudas, señoras... ¿por qué negarse a sucumbir a esos deseos? La vida puede ser inesperadamente corta... ¿saben abrir la puerta? Salgamos a jugar.