miércoles, 26 de mayo de 2010

Recetas de la Mazmorra...

Hoy: Amor y chocolate.



¿Existe algo mejor que estar enamorado? (Es una pregunta retórica, no hace falta que la contesten).

Todos sabemos que muy pocas sensaciones se equiparan a este loco revolotear de mariposas en el estómago, al irregular palpitar del corazón ante la visión del ser amado -aún cuando el ser amado se pierda en la lejanía con toda la prestancia de un costal de papas echado en la grupa del caballo de su dama (es un decir) de compañía-, a esta alegría que baña hasta los actos más ínfimos y cotidianos de cada día. Puede ser que el enamoramiento sea una locura transitoria, pero es de las mejores locuras que hay.

Claro que no todo el mundo tiene la fortuna de estar enamorado y ser correspondido. No cualquiera puede ser herido de amor por la mujer más bella del mundo, la más llena de gracias, la de las pestañas modestas y la lengua juguetona. Un caballero que se precie de tal no puede, en su dicha amorosa, olvidarse de aquellos que no habitan esta región de transparente gozo.

He aquí que habiendo percibido que algunas damas del castillo andaban de semblante alicaído y mustio por la falta de trovadores que cantaran al amor y sobre todo de caballeros que lo practicaran (las Santas Cruzadas han diezmado dos o tres generaciones de lo más granado de nuestra nobleza), resolví aplicar presto remedio a la patética situación.

Obviamente no puedo sacarme de la manga una colección de gentiles caballeros -ni un triste troll puedo conseguir sin previa licitación-, pero al menos he conseguido dar con un remedio temporal, un paliativo dulce y suave para las asperezas de la vida y el desengaño amoroso.

Basta de charlas y prolegómenes. Venid, lady Bel, lady Majo, lady Ross, lady Ana, condesa Colterino, lady Julieta, lady Yadi (la de los dientes de perla), lady Monique, lady Karla de Ultramar... uy uy uy, por qué se me habrá ocurrido llamarlas de una en una, si se me queda alguna en el tintero flor de lío se me arma..., lady Ester de habilidosas manos, lady Karina (creo que éstas son dos), lady Melissa, lady Karen, lady Rosa, lady Laila, archiduquesa Amalia (hay que respetar las jerarquías, chicas, miren y aprendan), lady Aisha, lady Lizty, lady Cristina, lady Carol, lady Richie, lady Marian, lady Patricia, lady Remedios (vamos a tener que hablar sobre su nombre, lady Remedios... en otra ocasión) y lady Yuraima. Si por ventura alguna dama extranjera se encuentra en estos momentos en el castillo, bienvenida sea a esta incursión en las cocinas.

A mi princesa no la convoco porque acaba de ser llevada a entrevistarse con su tía por su carcele... por su dama de compañía más preciada, la guerrera celta. Creo que aparte de tomar el té se proponen discutir en profundidad cierto incidente que terminó siendo de público conocimiento (por la desafortunada coincidencia de suceder en medio de la calle principal del pueblo, a plena luz del día, y con unos cuantos mirones alrededor, entre ellos el corresponsal de una gaceta de chismes que no deja títere con cabeza). Y sí, las noticias vuelan.

Señoras, dejen de lloriquear penas de amor y dieta sobre sus bordados pañuelitos de lino. Es hora de ponerse a trabajar. En primer lugar separaremos claras y yemas de tres huevos de gallina, con el mayor cuidado y sigilo: si se mezcla siquiera una gota dorada en la transparencia líquida de las claras, toda la operación fracasará. Es un dato importante que los huevos han de estar a temperatura ambiente: si la cocinera del castillo los tuviera en algún rincón helado de.. de... las mazmorras, por ejemplo, sáquenlos de allí un rato antes de empezar la receta.

Ahora, aprovechando que hay aquí muchas manos ociosas, algunas se ocuparán de batir con paciencia las claras, hasta que una espuma firme y ligera llene el recipiente. Tan firme ha de quedar el batido como para arriesgarnos sin miedo a dar vuelta el mejunje sobre la cabeza de nuestra querida amiga lady Yuraima (se escucha un coro de grititos histéricos). No, tranquilas, si está bien batido no caerá. Ahh.... ya veo que le faltaba un poco más de esfuerzo al asunto.... no te preocupes, milady, dicen que hace bien al cabello. Bueno, bueno, bueno, no es para tanto, más se perdió en la guerra. Ustedes consigan otras tres claras, y esta vez asegúrense de batirlas a nieve. Sin pruebas circenses esta vez, le agregaremos tres cucharadas soperas de azúcar común, mezclando con cuidado.

Por otro lado, ustedes niñas que cuchichean en ese rincón... no, no me importa lo que diga la Gaceta, ni voy a hacer declaraciones al respecto...¡no, no estábamos desnudos en mitad de la calle, por dios!..., hagan el favor de batir las yemas junto con tres cucharadas de azúcar (sí, ya sé, de nuevo son tres cucharadas... no es casualidad, es por la Santísima Trinidad, el arzobispo insistió. Y bueno... con tal que salga rico).

¿Cómo que ya se cansaron? Es claro, comen tres hojitas de lechuga condimentada con limón, se apretan el corsé hasta que les queda una cinturita de cincuenta centímetros y ahora vienen a desfallecer de hambre y falta de oxígeno en mis... eehh, no, en mis brazos no, Princesa, tú bien sabes que sólo tú ocupas mi corazón y mi abrazo. ¿Pero dime tú que hago ahora con este lánguido mujererío desmayándose por todas partes?

En fin... sigamos con lady Bel, que parece una mujer sensata y capaz de terminar el batido de yemas. Cuando esté en su punto ideal, cremoso y claro, podremos dejarlo a un lado, junto con el merengue de claras, y pasar al tercer preparado.

Ahora debemos derretir 100 gramos de mantequilla, sin quemarla, se trata simplemente de que quede líquida. ¡Por supuesto que para derretir la mantequilla hay que acercarse al fuego, milady! No me sea tan melindrosa. Psstt... Princesa, aquí entre nos, algunas doncellas del castillo son un poquito paparulas, no?

Ahora, señoras mías, observen con atención este maravilloso producto que voy a presentarles, recién llegado a la corte desde lejanísimas tierras de ultramar. Lo trajo Sir Alastair, un noble del reino devenido corsario luego que la desgracia se abatiera sobre su herencia. He escuchado rumores acerca de que lady Karla no lo mira con malos ojos... ese sonrojo es probatorio, milady.

Este polvo oscuro de aroma misterioso y seductor se llama cacao, y me apuesto un diván rococó a que se pondrá de moda y hará furor en estas tierras y también extramuros. Sobre todo cuando a alguien se le ocurra mezclarlo con leche, crema y azúcar, avellanas, pasas, almendras... quién sabe cuántas cosas más serán compatibles con esta delicia.

De momento, nos limitaremos a agregar, con la precaución que corresponde al tratar con materia tan extraordinaria y exótica, tres cucharadas soperas de cacao amargo a la mantequilla derretida, procurando disolverlo completamente.

Ahora, en un proceso que tendrá mucho de alquímico, aunaremos la cremosa preparación de yemas a la mantequilla de oscuro fulgor, igual que algún día no muy lejano se mezclará mi piel tostada por soles bárbaros con la límpida y casta belleza de mi amada princesa.

Finalmente, con la suavidad de la mano más delicada, hay que incorporar la nívea claridad del merengue, con movimientos envolventes y sutiles. El merengue es un espíritu fragil, si se asusta pierde su condición etérea y ya no hay arreglo posible más que comenzar de nuevo.

A pesar de todos los dedos que en este momento se hunden subrepticiamente en la preparación -las estoy viendo, no se molesten en negarlo- para luego ser lamidos con fruición y disimulo.... ahhh, si ella quisiera compartir conmigo un beso de chocolate y fuego, porque de fuego era su lengua dentro de mi boca, candente la piel de su cintura al contacto de mis manos avariciosas, ardiente su aliento tembloroso.... ejem, decía que a pesar de la natural impaciencia por probar este postre, lo ideal es que sea consumido a temperatura fría -no helada-. Unas dos o tres horas en recinto fresco, como un sótano Fagor o LG, por ejemplo, le vendrán de maravillas.


Unas palabras finales. Este es un bocado digno de dioses, alimento para el cuerpo y para el alma, suavidad dulce y untuosa que se disolverá en su boca y satisfará anhelos todavía por descubrir. Permítanse el placer de saborearlo, disfrutarlo, gozarlo. Permítanse la licencia de ser vencidas por la tentación y conocer así que algunas batallas vale la pena perderlas.