lunes, 24 de mayo de 2010

Los Sonidos del Silencio. Memorias de un Caballero Expulsado del Lecho

Uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras. Uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras. Uno es dueño... no sé cuántas veces tendré que repetirlo para que no se me olvide esta sabia máxima.

Si la hubiera recordado a tiempo, no estaría ahora intentando acomodar mi larga osamenta en este diván rococó, que más que mueble parece instrumento de tortura. No me entiendan mal, el coso tiene su utilidad. Tiene, por ejemplo, un tapizado de sedoso brocado, que realza (si es que puede ser realzado lo perfecto) la belleza de mi dama cuando sobre él yace. También tiene un respaldo acolchado a una altura muy apropiada para apoyarse -en caso de necesidad-.

Para lo que, sin duda, no está diseñado este mueble es para pasar la noche insomne dando vueltas sobre él. Esto me trae a la memoria otras noches pasadas en blanco, por causa de mi dama.

Aquellos eran días de negra desesperación y feroz rebeldía. Ella parecía del todo inaccesible para mí, encerrada a cal y canto en el castillo del dragón. Todos mis esfuerzos, todos mis desbordes de ingenio, parecían insuficientes y vanos. No es que pensara darme por vencido, pero se me estaban acabando los recursos para llegar hasta la bella y conseguir una mirada, tal vez una palabra, con suerte y en mis mejores sueños un roce de sus tentadores labios (bien, quizás no fueran mis "mejores" sueños, pero estamos en horario de protección al menor... sin ir más lejos, Lady Citu tiene 17 primaveras).

Pero vean ustedes cómo el Destino, cuando quiere trenzar los hilos de nuestras vidas, busca ocasión y manera para que todo suceda según está decretado en el alto firmamento. Maktub, decían aquellos salvajes sarracenos de Tierra Santa.

He aquí que, como es costumbre en estos tiempos de avanzadas tecnologías textiles, la elegida de mi corazón sumaba a sus castas virtudes e incomparable belleza, extrema habilidad para cuanta labor de bordado, encaje y labrado de ricas telas se pusiera de moda en la corte. De vez en cuando salía del castillo -convenientemente resguardada- a proveerse de materiales para sus labores. Hace poco obtuve, gracias a los buenos oficios de una criada del castillo, la noticia de que mi Princesa estaba últimamente abocada a un proyecto de tejido, de cuya forma y función la fámula no me supo dar idea, así como tampoco logró discernir qué clase de extraño punto estaba empleando. Y bueno, si no es crawl ni mariposa será tejido estilo libre, pensé yo. Muy moderno.

El caso es que era una soleada mañana de febrero y yo encaminaba mis pasos hacia la iglesia, para revisar cómo iba quedando el mosaico de la capilla de San Ignoto, que ilustra un interesantísimo episodio de la vida del "santo de las mandarinas", así llamado por su voto de alimentarse exclusivamente de esos perfumados cítricos, entre la una y las tres de la tarde. El resto del tiempo, hacía dieta normal. Santo, pero no estúpido.

Iba distraído, con la mente puesta más en la composición de un soneto en loor de las bellezas de mi amada, que en prestar atención a los transeúntes, cuando una barahúnda me sacó de mis enamoradas cavilaciones. Como una exhalación pasó junto a mí (junto a mí porque me eché velozmente a un lado, porque si no me llevaba puesto) una doncella de aspecto celta montada en un pobre caballo que iba echando espumarajos por la boca al son de su risa demoníaca.

No acababa de reponerme del asalto cuando veo que se me echa encima un segundo caballo, visiblemente desbocado, a lomos del cual iba otra dama. En realidad, no iba exactamente "a lomos de", lo que presume cierto control sobre el noble bruto e incluso algo de dignidad en la postura, sino desesperadamente agarrada del pescuezo y resbalándose hacia un lado peligrosamente.
En ese instante que me pareció fugaz y eterno, alcancé a estirarme y asir a la asustada doncella, dejando que el animal se perdiera en lontananza detrás de la polvareda levantada por la primera amazona ("amazona" en un sentido muy literal del término, no había nada metafórico en el brillo guerrero de sus ojos).

Y allí, temblando entre mis brazos, inesperadamente dulce y asombrosamente hermosa, estaba ella, la dueña de mi corazón, la que me había quitado sueño y apetito con una breve mirada, la única que daba sentido y meta a mi vida otrora desordenada y disoluta.

Por fin pude observarla con mesura, y cada detalle que mis ojos deslumbrados descubrían era una perla más en el cofre de sus gracias. Desde los delicados huesos de sus manos, hasta la curvatura matemática de sus pestañas, todo en ella era perfecto. De su cofia ladeada escapaban unos rizos rebeldes, llamaradas de fuego sobre su piel inmaculada; el escote de níveas puntillas dejaba entrever el nacimiento de unos senos erguidos que se apretaban contra mi pecho, agitados por la respiración entrecortada de mi dama. Su aliento me sabía dulce y ardiente, saliendo entre unos labios que adiviné risueños, suaves y húmedos, unos labios que se alzaban hacia mí y me impedían fijarme en otra cosa que no fuera su imperioso llamado.

(Por favor, ahora necesito que la cámara gire alrededor de la pareja principal, un movimiento rápido que dé emoción al momento, después un acercamiento a las caras... ¿y quizás música de violines sería exagerado? Ahh... todavía no se ha inventado la filmadora y sale muy caro transportar una orquesta de cámara a las callejuelas del villorrio. Habrá que ajustarse a los recursos literarios entonces... ¿metáforas puedo usar, o tampoco?)

Ella me miraba, y yo sentía que sus ojos eran oscuros lagos en los que podía sumergirme para siempre. Cuando bajó sus pestañas con modestia, ya no pude resistir tanta belleza y despacito, con miedo de asustarla -ya se sabe lo pudorosas que son las doncellas castas y virginales- posé mis labios sobre los suyos, un roce apenas, casi imperceptible, si no fuera por la conflagración que despertó en mi sangre.

Y en la suya parece que también, porque la doncella hasta entonces casi desmayada entre mis brazos, se aferró a mi cuello con insospechado vigor, y aplastando sus cálidos labios contra los míos, hizo una concienzuda recorrida del interior de mi boca. Su lengua fue la invasión más dulce que haya sufrido en mi vida de caballero andante.

No había alcanzado a recuperarme del estupor como para aprovechar plenamente el apasionado temperamento de mi dama, cuando al grito de "¡No se te puede dejar sola ni un instante! Aquí están esas tonterías lanudas que querías, ahora nos vamos.", reapareció el demonio de ojos claros y de un tirón para nada delicado, me la arrebató de entre los brazos y colgándola sin ninguna ceremonia en la grupa de su caballo, marchó hacia el castillo, profiriendo invectivas y vituperios contra "los caballeros indignos de llamarse tales, escoria de la sociedad medieval, mancilladores del honor de doncellas, ..." y no sé cuántos insultos más que afortunadamente la distancia fue borrando.

Sí. Ese fue nuestro primer beso.

Bueno. Basta de recuerdos. Ya hace como veinte minutos que me retuerzo en este engendro diabólico de palisandro y seda. Lo considero penitencia más que suficiente. Es hora de practicar una incursión sorpresiva al lecho de mi princesa. Porque como ya lo decía el rey en las cruzadas, cuando nos arengaba antes de la lucha: hay que atrapar al enemigo indefenso, acabar todo conato de rebeldía, forzar su rendición y someterlo a nuestros deseos más oscuros. Todo sea por la mayor gloria del reino, Andrés.