domingo, 2 de mayo de 2010

Reflexiones de un caballero desafortunado o la maldición de una dieta baja en calorías


¿Pero será posible tanta desgracia, vive Dios?
Corrían los días de a fines de guerra. Maltrecho y cansado de sangre y batallas, pasaba el tiempo en la enésima justa con los mismos caballeros de siempre -¿hasta cuándo Sir Giles va a seguir pensando que el cuento del escudero y el lorito es gracioso?-, cuando mis ojos hastiados se posaron sobre la mujer más bella del mundo.

Me informé. La dama era celosamente guardada por un furioso dragón, una tía de estrictas costumbres y rígidos preceptos morales (¿Ahh, no me creen? Sepan que la venerable señora creó un grupo de facebook que se llama "Yo uso cinturón de castidad, ¿y Ud.?").

Desde aquel instante fugaz ya no pude quitarla de mis sueños ni de mis vigilias. ¿Cómo asediar una fortaleza inexpugnable, cómo llegar hasta esos labios, cómo lograr que siquiera me mirara?

Se decía en el condado que apenas salía del castillo de su tía para sus devociones cotidianas, y siempre rodeada de una corte de doncellas y damas de compañía tan virtuosas como ella misma.

Estrategia, Andrés, estrategia, fue lo que me dije. Otras plazas más difíciles han caído, los moros se han rendido ante tu espada... no puede ser que una vieja y un foso de agua podrida te aparten de esa beldad.

Toda la cuaresma estuve haciendo buena letra con el arzobispo, compartiendo su mesa de modesto pescado hervido y agua con gotas de limón, y escuchando con paciencia y muerto de hambre sus diatribas contra los escasísimos diezmos. Acepté entonces encargarme de las reparaciones del crucero de la capilla del Santísimo casi que gratis, porque no dirán ustedes que tres bendiciones y una dudosa reliquia de Tierra Santa (¿cuántos dientes pudo haber tenido Nuestro Señor, por más hijo de Dios que fuera?... a la fecha, y a juzgar por lo que he visto en los castillos y posadas de veinte leguas a la redonda, el hombre era un tiburón) es pago suficiente para arreglar esta ruina... ¿y todo para qué?

Para que cuando por fin, ¡por fin! tengo oportunidad de posar mis ojos sobre ella, en lugar del inspirado discurso amoroso con que esperaba deslumbrarla, en lugar de mostrarme soberbio y capaz, seguro y viril, caballeroso y seductor, voy y le suelto un estornudo de padre y señor mío. No, si para completar mi desgracia sólo faltó que la dama me alcanzara su pañuelito labrado en interminables tardes de bordado y laúd.

Todo está perdido. Ella está perdida para mí. Perdida para siempre.